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Por Vicent Albaro
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La locura de mis mariposas IV

    Aquel día , de nuevo en casa, asalté con la ilusión de una adolescente los cosméticos recién adquiridos. Era obvio que mi arte en el maquillaje se limitaba a aplicarme colorete y poco más, pero puse una silla cerca del espejo del baño, coloqué sobre ella el moderno ordenador regalo de mis hijas por mi último cumpleaños y busqué un tutorial en internet. La chica de la pantalla, en pocos segundos, cambió el aspecto de unos ojos redondos y anodinos por otros seductores y felinos.

    «Pues bien, mundo…. ¡allá voy!», me dije decidida. Primer problema a resolver, mis gafas: si me las dejaba puestas no podía dibujar el contorno de los ojos y si me las quitaba no veía ni torta. Corriendo grave peligro de sacarme un ojo en el proceso y quedarme tuerta, pero decidida como estaba a sacar partido de una belleza madura recién descubierta en mi, emprendí la ardua tarea de maquillarme delineando pequeños trazos a ras de pestañas. La muchacha del vídeo, puesto en marcha, parecía quedarse boquiabierta con cada uno de mis movimientos, y poco a poco la situación fue complicándose aún más. la línea de uno de los ojos era delgada, la del otro, gruesa. En un ojo era ascendente, en el otro semejaba una senda tortuosa con sus baches incluidos….. Así, a fuerza de desmaquillarme los ojos y volverlo a intentar sin desistir, fue cayendo la luz de la tarde y acabé recordando más a un oso panda que a una cincuentona atractiva. Al fin decidí con buen criterio guardar todas las cosas– en el caso del eyeliner, lo que quedaba de él– y hacerme la cena.

    Más tarde, al ir a acostarme, sentí que hacía un frío intenso, tanto que valoré la descabellada opción de meterme en la cama con ropa de calle con tal de no tener que desnudarme. De nuevo, acudió a mi el mismo pensamiento funesto de otras veces:«Si me muero mientras duermo, las personas que me encuentren me van a recordar como una tía desastre» y eso era algo que no podía consentir. Así que, a la cuenta de tres, me deshice de la ropa como un relámpago mientras tiritaba como una posesa. Durante los cinco años que llevaba viviendo sola, siempre hubo momentos, en los que el silencio de una casa tan grande como la mía, con varías alturas, escaleras en diferentes puntos, tantas salas y habitaciones vacías, me produjeron cierto recelo. Cualquier sonido sin identificar me llenaba de desconfianza, robándome la seguridad que debería de sentir allí dentro.

    Aquel lugar pertenecía a mi familia desde que me alcanzaba la memoría. Con esfuerzo, cada generación la fue reformando, adaptándola a las nuevas necesidades y tiempos, hasta el momento actual. Cada persona que la habitó dejó entre sus paredes algo de ella misma: sus ilusiones, sus gustos, sus esperanzas… e incluso algunos de ellos fueron velados allí mismo, rodeados de amigos y vecinos antes de partir hacia el camposanto.

    El miedo es una de las pocas cosas gratuitas a las que tenemos acceso. Cada uno se adueña de la cantidad que quiere. Así que siendo gratis, yo me apoderaba de todo el temor que era posible reunir, con la disparatada idea de que los antiguos moradores regresaban a su casa para reclamar el derecho de estar allí, y me observaban en silencio, circulando a mi alrededor sin que yo pudiese verlos.

    Cualquier crujido de las vigas de madera del techo ahora ocultas por la talla, el silbido del viento que lograba colarse por las rendijas de las ventanas, la caída fortuita de un objeto sin aparente motivo….., todo o casi todo me daba a entender la presencia cercana de seres de otra dimensión. Los buscaba ansiosa con el corazón desbocado en cualquier esquina, ocultos en la penumbra, segura de que estaban observándome en silencio, tal vez para protegerme, para burlarse, para juzgarme.

    Consciente de que la situación no podía dilatarse más por lo perjudicial y dañina, tomé las riendas y cada noche cerrada, con miedo o sin él, armada con un objeto contundente no fuera a ser que el intruso estuviera vivo, me obligaba antes de dormir a recorrer todas y cada una de las estancias.Siguiendo un patrón iba abriendo las puertas y escudriñando armarios, con tanta agresividad que de ocultarse un espíritu en su interior, abandona el lugar al momento. Y en el caso de que se tratase de un maleante, sin duda fallece en el acto,producto del sobresalto que le arrea verse enfrentado a una desquiciada, entrada en años, con los ojos desorbitados y al grito de « Aquí estoy. ¿No me buscabas? Pues ven por mí». Con una obstinación digna de elogio fui repitiendo esta conducta durante semanas hasta apartar por completo los recelos y zozobras que me afligian, certificando al fin el poco interés que mostraban mis antepasados por mis cosas y la seguridad real de la vivienda.

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