El Cadafal
Aquel artefacto de hierro que parece una mini cárcel con barrotes, con la pintura desconchada y atacado por el óxido, ubicado en un andurrial lleno de hierbajos y abandonado a su suerte, que en la chapa a modo de tejadillo aún puede leerse a duras penas, un nombre chocante en lengua vernácula, este esqueleto férreo a merced de los elementos es, lo que por aquí se denomina: UN CADAFAL. Un refugio a modo de escondrijo en el recorrido taurino. Una apretada atalaya para ver los toros en las fiestas de cualquier pueblo de nuestro entorno. Y es que, no sé dónde lo he leído, la provincia de Castellón es el lugar donde más toros cerriles se exhiben por las calles. Pero toros de todo tipo, desde novillos hasta cinqueños. Desde toros de corro provinciales, a ejemplares de las ganaderías más renombradas de la cabaña brava española. Aquí el toro es el rey de la fiesta, y se quiera o no, forma parte del paisaje festivo y de los carteles anunciadores de cada pueblo. Destacando en el propio taurino, con todos los ejemplares fotografiados y con la filiación exacta. Pero vamos al título del artículo, porque en ese reducto metálico denominado “Carafal en mi pueblo”, se concentran la mayoría de sensaciones que evocan los aconteceres en las largas tardes noches de toros.
Todo empieza con la unión de voluntades para su construcción, allí confluyen valores como la amistad, compañerismo, familiaridad y el deseo comunal ilusionante de convivir en unas jornadas especiales, que anualmente se vienen desarrollando en el mismo lugar, a la misma hora, con las mismas caras. En este reducido espacio ubicado en su minúsculo solar, (4x3 metros) se susurran todo tipo de confidencias, críticas, chistes, risas, gritos, cantos e incluso amoríos. Allí, entre esas acicaladas herrumbres se bebe, se come, se riñe, se discute, se descansa, te dan el tostón, mientras sirve de pasadizo seguro cuando el animal anda suelto, y lo más importante, de escondrijo seguro ante las acometidas del toro. Desde el tejadillo se vislumbran en primera fila los recortes, las emboladas, las arrancadas del toro, los mansos, las vaquillas, los encierros y hasta el paseíllo multitudinario de gentes que ya no verás el resto del año.
El Carafal, como todas las cosas en la vida, tiene sus altibajos. Cuando sus ocupantes son jóvenes reviste su máximo esplendor, es el garito abierto, el punto de reuniones, la casa de todos donde el comer y el beber, alcanzan el éxtasis y el desbarre. Un cuerpo joven lo aguanta todo y más. Cada peña suele tener su carafal, aunque los hay de otros caracteres un tanto formales. Cuando los jóvenes van creciendo, se casan y tienen niños, el carafal toma aires de guardería. Es entonces cuando los padres solícitos proveen de toda clase de materiales a la chiquillería, destacando los cohetes, los sprays para pintar al toro de colorines, y los punteros laser para fastidiar al personal.
El tiempo pasa, los toros van y vienen, vuelven otras fiestas y esos niños ya han volado del carafal a otros lugares más recónditos, la reja festera se vacía. Los padres no acaban de llenarlo como antes. Vienen las bajas por edad, enfermedad, enfados y encontronazos, (la vida tiene esas cosas y peores) y al final, se rompe la convivencia y el carafal es un trozo de metal al pairo de quien lo quiera usar, el dueño casi nunca aparece, y si está allí es porque alguien de la peña o el amo de la casa colindante, se ofrece a mantener el mini solar dispuesto por el bien general de la fiesta. Pero el alma del solar ya no existe. Se ha esfumado. Y si hay que renovar o reparar, será muy difícil aunar voluntades para que sobreviva a las normativas de nuevo cuño que impone el ayuntamiento. Nadie pagará un euro por algo que ya no atrae ni tiene el uso que tenía. Pero no hay problema. Se pone en venta y otros renovarán el ciclo.
Lo repintarán, le cambiarán el nombre de la peña, lo trasladarán a su lugar de siempre, y una vez allí todo volverá a ser como antes. Las merendolas, la sangría, el agua de Valencia, devorar las pipas, los altramuces, los cacahuetes Continuará el griterío, el toro trompando los barrotes, la gente circulando por debajo a modo de pasillo protector. Otros harán confidencias, críticas, devaneos, amoríos, etc… los niños dispararán sprays al toro negro hasta volverlo blanquecino. Por la noche y al paso de las galopadas, olerá a brea y petróleo. Se iluminarán los barrotes con las llamaradas de la embolada y las chispas del golpeteo a barrotes o humanos. El rito se seguirá consumando y nuevos espectadores se ubicarán en sus escasos metros solariegos. El “Cadafal”, resiste.
También ha de ser mala suerte que este artefacto férreo del descampado del comienzo, no tenga quien le eche una santa mano de pintura y renueve sus blasones polvorientos. Todo es cuestión de tiempo, la vida se rejuvenece y a buen seguro que algún mozuelo ya le habrá echado el ojo, y compartirá con la panda la idea de recomprarlo como ganga dado su lamentable aspecto. Y es que mientras haya toros; de hierro de primera o de corro, los carafales, aunque sean viejos, estarán a salvo. El montaje y desmontaje de carafales sigue estando programado en los actos. Y el cartel taurino bien repleto. Suerte maestro.