San Vicente Ferrer en l’Alcora
Los dos lunes siguientes a la Pascua son emblemáticos y de honda raigambre en nuestra población, el primero el día del Rollo y el segundo la festividad de mi santo, San Vicente Ferrer. El día del Rollo donde se conmemora una vieja romería de infantes, y se reparte un pan bendito en forma de rollo, muy estimado por la gran mayoría, y profanado por unos imbéciles que aunque pocos, no tienen ni dignidad ni vergüenza, y ahí me quedo.
El siguiente lunes se celebra San Vicente Ferrer, el santo valenciano por excelencia, gran predicador y mejor comunicador, que con sus filas de flagelantes ponía los vellos de punta a las gentes, que acudían a oír sus vigorosas homilías de una oratoria apabullante. Así lo narran las crónicas de finales del XIV y comienzos el siglo XV, tiempos turbulentos de cismas y compromisos en la iglesia Católica. El pare Vicent recorrió nuestras tierras de norte a sur y parte el extranjero, dejando su impronta en muchas poblaciones que erigió ermitas en su honor, y fueron testigos directos de su voluptuosa prédica y milagros. Fuentes y manantiales alumbraron durante la estancia del predicador dominico, que marcó a los lugareños de una impronta religiosa que aún hoy perdura.
La ermita de Alcora se sitúa en el valle de una hondonada donde verdea el paisaje. Lugar de cobijo durante muchos años para los visitantes que atrapados por la magia vicentina, peregrinaron devotos a este lugar del término, emblemático como pocos. Narran las crónicas que el Santo se apareció a una pastorcita de nombre Constanza, que la animó a construir la susodicha ermita, y entre romerías y la huità, el fervor al santo fructificó entre los lugareños. Hablamos siempre de épocas agrícolas y ganaderas, donde el agua era esencial para la vida, mucho más que hoy en día, que dicho sea, no nos sobra. Las cosechas se salvaban por el agua, y el agua, y San Vicente van juntos de la mano, como de su mano prenden cada año un manojito de espigas, simbolizando la salud y el pan para los alcorinos.
Alrededor de la ermita, dada su imponente construcción con porches aledaños, han transcurrido días memorables, ya no solo el mismo día de la festividad, sino durante todo el año. Porque en ese rincón de las ermitas, -repasen el magnífico trabajo de J.M. Puchol sobre el tema-, se celebraban sonados “porrats” en las fiestas de los barrios, cuando el pueblo estaba vivo y apiñado, y la tradición no era una marca comercial y turística en el calendario festivo, sino un acervado sentimiento de pertenencia comunal. El descafeinado de las tradiciones no es una marca propia, sino más bien general. Y el grado de relajación y caricatura va por barrios, según pervive el sentimiento de rigurosa autenticidad que sus promotores se empeñen en mantener en un mundo globalizado, que despersonaliza y aliena.
Que los tiempos han cambiado lo ve hasta un ciego, que la pureza se escapa a raudales es consecuencia de esa misma relajación, que conlleva estos tiempos revueltos y extraños. Pero es lo que hay, y poco o nada pueden hacer escribanos y virtuosos del gremio que se esfuerzan en sostener, al menos el espíritu original que inició todo el proceso. Siempre quedarán los elementos primigenios que se conjugan entre sí, el esbozo de fidelidad necesaria para soñar que no todo está perdido, en esta orgía de deserciones y desencantos. Que la maraña no sepulte lo esencial, y lo auténtico no se diluya entre lo accesorio y artificioso, tan goloso y placentero. La imagen del santo portada a hombros que se pasea en catequética instrucción al gentío, el clero, el pueblo fiel, autoridades y festeras, los curiosos y hedonistas que se apuntan a un bombardeo. Las músicas que alimentan espíritus hambrientos de añoranzas y recuerdos. Los nuevos quijotes que reviven viejas costumbres como la Mocadorà, o el desfile de gigantes y cabezudos, tan testarudamente compañeros inseparables del santo. Sus actuales porteadores y los antiguos, vecinos tan ilustres como olvidados de esta barriada populosa e integradora de lugareños y foráneos, para converger todos juntos en una misma riada humana.
Esa jornada tiene un brillo especial, y no hay otras muchas en la agenda. Aún y a pesar de que la mayoría pase de la eucaristía en lengua vernácula, y les mueva el agradable paseo, las paraditas de feria, el concierto o la tortilla de espárragos trigueros. El escenario se mantiene en pie con sus actores que cambian con los años. Lo que no cambia es el encanto sublime del rincón, verde hasta el delirio con la blancura virginal del casalicio pairal, coronado de cúpula y espadaña. ¿Y las fuentes? Algunas secas, otras pérdidas, el pouet de siempre soterrado, y el ullal con aljibe cubierto de rústica construcción, sito en el barranco, tapiado a calicanto para evitar… ¿accidentes? Pero no hay que dramatizar, quedan las barbacoas y las modernas instalaciones de ocio bajo las sombras del pinar. El precio al poderoso ocio, que es el signo de estos tiempos y la clave que lo mueve todo.
Y termino con el Pare Vicent, el protagonista de la historia en tantos pueblos vecinos. Con su don de lenguas e importancia histórica que ensalza su figura taumatúrgica. Amigo de los pobres, de vida ascética y humilde, al servicio del pueblo sufriente en tiempos de calamidades y miseria. Consolador de afligidos y confesor de sacerdotes, un dominico predicador de armas tomar con un lema incontestable: “Timete Deum et date illi honorem, quia venit hora judici eius” que quiere decir aquello de: Temed a Dios y dadle gloria, porque viene la hora del juicio. A los descreídos y librepensadores, esta cita del Apocalipsis de San Juan, se la repanfinfla y es normal; lo que no lo es ya tanto, es que a los creyentes o que dicen serlo, esta leyenda que se refleja en toda la iconografía vicentina, por una les entra y por la otra les sale. Con orejas taponadas vamos y venimos, a lo sumo canturrean el sonsonete irreverente de: “Sant Vicent el Morenet, no te cames i està dret…” Y así nos va y vamos a más, que siga la fiesta y no pare Vicent.
Enguany t'esperava veure't, al mig dia, durant la peregrinació alcorina al cim del poble.