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Per Vicent Albaro
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Lo que está ahí, pero no se ve

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    Lo que está ahí, pero no se ve- (foto 1)
    Lo que está ahí, pero no se ve- (foto 2)
    Lo que está ahí, pero no se ve- (foto 3)

    En más de una ocasión he tenido que responder a una pregunta complicada. Y es, ¿Qué le veo yo a mi pueblo para estar perdidamente enamorado de él? Si en realidad no es ejemplo de beldades, ni de bucólica ensoñación, más bien al contrario. Cualquier pueblo vecino, resulta más evocador y pintoresco que el nuestro. No es ejemplo de arquitectura responsable, ni de entornos amables y cuidados. Y a veces la gente que lo habita, se escurre y desaparece como si todo le importara un bledo, dejándolo desierto y abandonado. Cuando no, se muestra virulenta y hostil con el vecino activo. Responde con agresivo desdén o indiferencia a cuestiones vitales, que nos son comunes y que han forjado el devenir de su historia. O simplemente, les da todo igual y vegetan sin planteamiento alguno a ésta u otras cuestiones. Hay una máxima que dice: Alcora, es un lugar que da trabajo y jornales, y el resto no me incumbe, cumplo mi horario y a lo mío.

    Para entrar en materia a lo del amor por el pueblo, pondré solo un ejemplo. Hace muchos años soñaba con ir a Granada, entrar en su Alhambra cuajada de arquitecturas moras y jardines, me había leído el libro de Washington Irving, y me bullía la sangre por recorrer aquella estancia monumental. La Catedral con su historia de reconquista de Hernán Pérez del Pulgar, y la tumba de los Reyes Católicos y el Gran Capitán. El granadino Federico García Lorca me atraía a través de sus incomparables versos, como uno de los mejores poetas que han pisado la tierra hispana.

    Así que en cuanto pude, año de 1980 siendo un pipiolo, me planté en la Alhambra y en la Huerta de San Vicente, cuando era solo una alquería olvidada en la vega granadina, más abandonada que menos. Hoy es un complejo cultural y de interpretación de primer orden. Os juro que al verla nada me era novedoso, desde la alcazaba, los palacios, los setos de arrayanes, el agua corriendo por doquier, fuentes y surtidores, jardines, yeserías, ventanales, el Generalife, etc. Así que tras superar la primera e impactante impresión, es como si ya hubiera estado allí, envuelto en aquella luz mágica que lo impregna todo. Amaba aquello, como amaba los dibujos manuscritos y versos sueltos, enmarcados en mohosos cuadros de la Huerta de San Vicente, lugar de veraneo de García Lorca.  

    Pero viajemos, crucemos el Puerto de la Mora, Guadix, Puerto Lumbreras y regresemos a l’Alcora, porque aquí pasó algo muy parecido. Desde muy niño viví las salidas de mi tío Nelet de Marco a los ensayos de l’Alba, en aquellas noches frías de invierno, preguntándome lo importante que era aquello para que aquel hombre de edad madura, dejara el calor del hogar y envuelto con un fardo de mantas, se perdiera por la penumbra de la calle San Fernando, con su guitarra en mano camino del ensayo. O sus desvelos por la banda de música y sus clases de guitarra. O el empeño del abuelo por aparejar su caballería con sus mejores galas, y salir en comitiva en la fiesta de San Antonio. Y por qué debíamos ir todos los varones de la familia, vestidos con el mejor traje el último domingo de agosto, acompañando al Cristo, portando un cirio desde la Iglesia al Calvario. Y así otros mil ejemplos que no acabaría, mientras yo andaba preguntando, el por qué de todo aquello. Las respuestas a veces no eran eruditas, sino sencillas y casi vulgares, pero irradiaban pasión y un hondo sentido de pertenencia, la que fui descubriendo en soledad, paso a paso, conforme pasaban los años.

    Y en esas tempranas cavilaciones, descubrí mi Alhambra doméstica en un montaraz castillo destartalado, -roído por los elementos- que albergaba historias y leyendas. Los jardines rodeaban la villa con sus huertas y acequias cantarinas, sembradas de hortalizas, de rosales y jeringuillas, de gladiolos, dalias y buganvillas. Sus fuentes siempre vivaces y sonoras, sus tapias con hiedras y siemprevivas, sus frutales ubérrimos, etc. éste, era mi pequeño y comunal Generalife, a tiro de piedra de mi casa, cuidado por humildes hortelanos. Y que algo íntimo y sagrado, casi inexplicable, movía a las gentes a serpentear por las calles, con luces intermitentes acompañando a un Cristo milagroso, ante quien claudicaban propios y extraños. Y que en la noche navideña, las voces recias entonaban canciones tiernas a María Santísima por el feliz alumbramiento, pregonando que un Dios nos había nacido. Esas mismas voces que se tornaban bruscas en el frío invierno, por calles oscuras en trajinar de cascos, cencerros, fuegos y vítores con tropeles que daban miedo. Un ritual de ancestros que conmueve y enerva a jóvenes y viejos. 

    Y busqué con afán el sentido de todo aquello. Fui descubriendo a otros “Lorcas” en versión casera, poetas que me emocionaron con sus versos, descubriendo sentimientos y afanes paralelos, que cantaban a lo rutinario y monótono, tanto como a lo sublime y sagrado. Tan joven me fui apercibiendo que el pueblo, no eran solo las casas, las calles, las gentes, los huertos… que había algo flotando en el aire, que lo aglutinaba todo. Que las fábricas polvorientas y con regusto a trapos sucios de fuel y gasóleo, venían siguiendo las huellas arcillosas de antiguos alfares, tan perdidos como sublimes, que esculpieron con letras de oro el nombre de mi pueblo. Y fue poco a poco cuando todo adquirió un sentido global y épico. Y en esas circunstancias de ardor lírico, cada casa, calle y rincón, por modesto que fuese, me hablaba de tú a tú con mi nombre propio. Y así fue como empezó todo. Nada me era ajeno, porque me había contagiado del viejo sentimiento de pertenencia, extasiado como un loco.  

    Continué indagando en lo poco que fluía en ese tiempo, y a mayor lectura más grande asombro. Y Alcora creció hasta hacerse inmensa, monumental, inconmensurable; esencia de marital encuentro. Y por el camino nos juntamos varios de esos locos, algunos continúan, a otros los devoró el tiempo. Y veo con regocijo que hoy, tras los años, hay muchos que se han embriagado de ese sentimiento tan escurridizo como inabarcable, tan sutil como farragoso, tan bello como peligroso. Escribir versos o prosas, sentirlos, interpretarlos y amarlos para que alumbren el conocimiento. Eso que aún hoy, no sabría decir si es maldición o virtuosismo, el poder ver lo que es, lo que está ahí, pero nadie más lo ve. Con todo lo que ello implica de responsabilidad y de gozo, o de soledad y sufrimiento. No sé si habré contestado a la pregunta, si no es así, de veras que lo siento.  

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