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Elegía a aquella vieja casa

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    Elegía a aquella vieja casa- (foto 1)
    Elegía a aquella vieja casa- (foto 2)

    Aquella era una casa humilde, antigua, con balcón a la calle y corral posterior, fachada repintada mil veces y agrietada, con tejado de tejas árabes y un sabor rancio a argamasa de cal, con vigas de mobila encaladas. Una airosa chimenea ascendía desde el habitáculo, donde se encendía la lumbre en las noches de invierno, hasta elevarse por encima de los tejados que mantenían una ponderada uniformidad.

    Por el ventanal que da al huerto contiguo, podía ver los almendros floridos, y escuchar el trinar de los ruiseñores en primavera. En el verano, las algarrobas, cual alargados pendientes azabaches, colgaban de las ramas frondosas de aquellos árboles que enseñoreaban por los bancales. Si miraba el horizonte, los ojos podían vislumbrar una amplia paleta de colores. Desde los intensos, primero los verdes y ocres, hasta los más tenues como azules o morados, y al fondo los casi imperceptibles grises. La lejanía se adornaba con perfiles de montañas de suaves redondeces.

    Hacia la plaza, por un ventanuco del último piso, observaba los niños en el patio del colegio, sus juegos, sus carreras y griteríos. El sonar de la campanilla tocando silencios. Los cánticos del mes de María, los gorjeos de los gorriones y el traquetear de los carros que buscan el abrevadero. Las mujeres llenan cántaros en la fuente pública, aprietan el grifo con un artilugio hecho de madera y alambre, mientras charlan en ademanes de ajetreado jolgorio. Al final el agua se adentra en los botijos y cántaros hasta que se desborda por el pitorro, en un improvisado surtidor de frescor cristalino. Esta ventana chiquita que vela una cortina hecha con cientos de pequeños canutillos secos de adelfa, es un mirador discreto que abre perspectivas soñolientas a la vida que transcurre con plácida serenidad en el tiempo.

    En las noches de otoño, el fuego de la chimenea crepita con leños de olivo, a su calor se encadenan historias de viejos. Unas son amables, toman cuerpo los recuerdos que retornan del olvido y que la memoria imprime en las límpidas mentes de los niños. Otras son terribles, te colman en desasosiegos, hablan de guerra y de muertos. A veces fluyen cuentos, la imaginación se adereza con inventivas tornándose tan reales que casi las palpas, y que se escuchan absortos en un silencio que lo inunda todo. Las viejas fotos que presiden la estancia, se diría que toman vida sus cuerpos, con la luz intermitente de una lumbre que se aviva con nuevos troncos.

    El más viejo echa sobre el fuego una piel de naranja seca, chisporrea en un arco iris de colores vivos y alegres, -Cuando íbamos a trabajar a los naranjales de la Plana....- y una nueva historia invade la estancia de hechos que en su día fueron....
    De la pared blanquecina penden varias jaulas con pájaros. Son pequeñas, confeccionadas con alambres muy densos, tintadas de un color oscuro que hace casi imperceptible a sus inquilinos. Son pardillos, verdecillos, verderones y jilgueros. Un jilguero se está quieto, sobre un palito central que le da reposo. De la silueta destaca su fino pico, y un poco su careta blanca que le remarca el rostro, el dorado de las alas, lo esconde entre las sedosas plumas del cuerpo y el rojo es imperceptible en la tenue luz del entorno. El pardillo se mueve en mecánico ritmo, hecho sin duda miles de veces en su diminuto espacio. Del comedero al bebedero por entre el palito, y así cientos de veces con un sonar característico. Los verdecillos en su menudez, exhiben un pecho amarillento y llamativo, son un rayo de sol estampado en su plumaje.

    Una cardelina es de la afamada partida del vecino pueblo de Useras, denominada la Ponsa. Un pardillo nació en los llanos de Vistabella, cerca del alto pico del Peñagolosa que ejerce sobre todo el territorio, su altivo dominio. Cada uno tiene su historia. Los preparativos, el viaje a pie por esos senderos de herradura y caminos ancestrales, las noches en vela, las artes de caza empleadas y por último, la epopeya de su captura, siempre agrandada en el fragor del imponente relato. Los verdecillos son del paso de octubre, aunque hay alguno joven que anidó en un limonero de la cercana huerta. Después viene la narración de sus virtudes para el reclamo, la belleza de su plumaje y la virtud del límpido canto, su gusto por el diente de león o el tierno jaramago.

    El gallo, con espolones puntiagudos, canta desde el corral con fuertes "kikiriquís". Es el amo y señor de este feudo. Su tersa cresta granate y sus luengas barbas, son los atributos que le dan señorío a un reinado que languidece, conforme transcurren los días que preceden al fin de año. Recoger los huevos y remojar el salvado con el pan duro, para llenar el tiesto del comedero. Alfalfa fresca para los conejos, cuyas cabecitas se levantan entre la masa gris predominante, del bosque que forman sus orejas cartilaginosas en vaivenes y graciosos titubeos. Contar los días de preñez de la coneja...

    Del balcón del primer piso, cuelgan floridos geranios. Sobre el verdor de sus hojas, destacan las flores: blancas, malvas pinceladas, rojas encendidas, y delicadas rosadas. Una pulcra sinfonía de ternura en menos de metro y medio de reja forjada. ¡Y las hortensias! En la entrada principal junto a la puerta, dos magníficas hortensias flanquean el paso hacia la casa. Como dos casacas de granaderos reales, las globosas flores de la planta, coronan los tallos poblados de amplias y regias hojas verdes. Y las clavellinas, las begonias... ¡Y los gatos! Descarados, insolentes, trasnochadores impenitentes, por virtud de la gatera en el portón, que les da llave permanente ¿Y el aroma que pulula hasta la calle del puchero efervescente?

    Pero la esencia de aquella vieja casa, por encima de cualquier recuerdo entrañable, estaba en los alados pájaros que con sus trinos alegraban el patio y la calle. Jilgueros, pardillos, verdecillos y verderones formaban un coro mayestático, que lo envolvía todo. Una estampa tradicional que acontecía casa sí y casa también. La simpleza de su cuidado, la pureza del encanto en sus formas y colorido traslucía en aquellos hombres rudos, un halo de sensible ingenuidad, aquella que solo mantienen los niños en su edad más feliz y creativa, esa que recordará toda su vida, cada vez más y cuanto más viejo mayor será la añoranza. Los pájaros fueron y aún son, sin dudas, esa terapia de felicidad y harmonía de la que tanta falta tiene esta sociedad del griterío, el desespero y la intolerancia.

    Yo siento al pasar frente a esta casa, un sutil estremecimiento rayano al frenesí. Y los pajarillos de aquellos días del dulce sol de la niñez, tienen la culpa. ¡Y bendita culpa!

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