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Por Ángel Padilla
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Yo, la visita

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    Yo, la visita- (foto 1)

    Y así ocurrió, en ese lugar tan lejano del que no llegaban noticias a nadie, nadie como nosotros, que después de tanto tiempo alguien tocó a la puerta de entrada de la casa, a él, cuyo nombre suyo ni recordaba. Sentado en el sillón destartalado y viejo notó que en el pecho el corazón se le disparaba, sensación que no experimentaba desde a saber cuánto tiempo.
    Arrugó las cejas y el morro, mirando a la puerta de entrada de la casa, casi en completa penumbra todo el día.
    Tres toc-toc, así, con ese sonido tan molesto, lejanísimo en las vivencias pero recordado. Era el golpear de un puño sobre la madera.
    Pero ¿por qué no decía nada? A través de una madera bien podía decir qué quería.
    Ese o aquella que tras la puerta interpelaba su atención desde el exterior sabía que estaba. El habitante de la casa así lo sabía, no entendía por qué, aquel que llamaba a la puerta sabía que estaba, a pesar de estar la vivienda sumida en el más absoluto silencio.
    Los huesos crujieron de lo lindo al levantarse del sofá que pareció arder con un fuego de polvo ocre al desprenderse de su linfoma de pareciera que siglos, del viejo. En realidad no era un viejo sino porque sentía serlo.
    El habitante avanzó con molestias punzantes en las piernas y algo de mareo y dolor en la cabeza, camino a la puerta, en los millares de puntitos que brillaban en la luminiscencia tenue de la casa umbría con las persianas casi por completo bajadas, humaredas de ácaros provenientes del sofá se confrontaban en el aire del comedor como la nube de dinamitas y arena de una batalla campal en campo abierto; frente a la puerta el habitante, que no dueño de la casa. Era casi risible, si no tuviera un rostro tan serio y de desagrado el viejo, ante la puerta. Parecía un muerto parado y la puerta la tapa de su tumba.
    Callado.
    Quien proseguía al otro lado de la puerta, en el exterior, también se obstinaba en guardar silencio.
    Así pasaron unos minutos. Cuando ya parecía que el silencio se había recuperado del todo y para siempre, la puerta tornó a ser golpeada, pero no con violencia, ni molestia -el de afuera sabía, ya era seguro del todo, que tenía ante sí, a escasos centímetros, a quien iba a visitar-, ese golpear fue un toc y luego otro toc, como con temor a molestar, pero vigorosos, con altura de sonido.

    El tipo de la casa vio que había un circulito de hierro a la altura de su nariz, en la puerta. Y se acordó que era una mirilla. Pero cada vez se sentía más enfadado. Su sillón, su tranquilidad en la casa, ¿quién osaba molestarla, y para qué? ¿Había un para qué en el mundo mejor que estar entoldado uno en sí mismo?
    Pareció que sonó como un ruido afuera, un amago de intento de voz quizá, pero no se supo seguro, porque en ese momento justo el inquilino de la casa había movido una pantufla y tocado sin querer con dos dedos la madera de la puerta y pudieran haberse solapado los sonidos con aquel, o no hubo sonido alguno afuera y sólo dentro.

    Cada vez más enfadado, ya no pensaba en su dolor de cabeza, de lo terco de su posicionamiento, la taquicardia había cesado y todo su ser era un mar en calma, a pesar de que esa visita no concluida había conmocionado todo su mundo.

    No recordaba si había movido la tapita de la mirilla para mirar al exterior en algún momento. No recordaba cuántos años residía en esa casa sólo, tan alejado, y sin visita de nadie.

    No sintió deseo de mirar el exterior por la mirilla.

    Se oyeron unos pasos afuera, parecíase que pisasen hojas secas, alejándose. Se detuvieron. Tornaron. Pero volvieron con rapidez a alejarse, hasta que el habitante sentía que tras la puerta, afuera, ya no estaba aquella visita, ni nadie. Dio la vuelta y se dirigió a su sillón, se sentó y volvió a atufar hacia arriba una polvareda de ácaros en el aire y un olor a antiquísimo le hizo estornudar, muchas veces, a lágrima tendida.

    La televisión no iba, la que había hace tanto allí. Así que no tenía contacto con lo que ocurría allí fuera, cerca o a distancia de países. Mejor así, pensó.

    Había libros en las estanterías, muchos, pero el tanto polvo que los cubría no permitía ver en los lomos sus títulos, de la mayoría de ellos.

    En el sofá conocido olvidó pronto ese intervalo entre su vida plana y su vuelta a su de nuevo vida plana, y con los brazos estirados apoyados cómodamente en los bordes del sofá, estiradas las piernas en un suelo de losas de color negro y renegrido por la ausencia de limpieza de muchos tiempos, soñó con cielo. Sólo con eso. Con cielo azul. Ni que lo miraba desde abajo, ni que estaba en el aire azul. Sólo eso, Cielo. Un cielo azul recordó al abrir los ojos de nuevo. El recuerdo del sueño, un color, el celeste hermoso, lo tuvo ocupado mentalmente todo ese día. Con los ojos abiertos y cuando los cerraba, y lo relacionaba con lo que ocurrió, no sabe por qué.

    Sin entenderse se levantó con molestia y rapidez del sillón y anduvo hacia la puerta. Parecía ser noche ya, por la poca luz en el domicilio, a veces era difícil con la casa tan cerrada al mundo distinguir la luz de la luna de la poca que entraba cuando era día.

    Se detuvo de nuevo frente a la puerta de entrada. Por dios santo, ¡notaba al otro lado la presencia de la visita!

    Tentado, esta vez sí, estuvo de activar la mirilla y acercar el ojo.
    Pero su tozudez al final se lo impidió.

    Estaba tan cerca de la puerta que su nariz estaba algo hundida contra la madera.
    Esta vez no golpeó con la mano quien al otro lado estuviera de la puerta.
    Sólo estaba, allí, como él, separados por una recia madera.
    Estuvieron así mucho tiempo. No sabría decir cuánto.

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