elperiodic.com
SELECCIONA IDIOMA
Valencià
Por Ángel Padilla
Yo, animal - RSS

Todo se cansa, todo se vence

    FOTOS
    Todo se cansa, todo se vence- (foto 1)

    El carro cedía, se bamboleaba por el viento y la velocidad inadecuada para lo abrupto del suelo de la zona.

    En cambio, Johnston latigaba más a los caballos.

    De lejos aquello parecía, con su capota gris crema sucia y los caballos negros, un ataúd en las estepas del gran Canadá.

    -Los matarás -murmuró queda, con gran cansancio, Madeleine Flower, su mujer. La hija de ambos dormitaba apoyada la pálida cara en su pálida madre.

    Johnston mantenía silencio grave. Siempre circulaba así en los viajes. Hoy, peor. Y eso que el sol, que derretía las piedras y la feroz calima era gravísimo para los caballos.

    Lejos estaban los días en que ese hombre regaló un ramo de blancas rosas delante de todo el pueblo, en el bar de Whilly el listo, hijo de Butch el listo, para ser más exactos. La gente aplaudió y ella con lágrimas de diamante en el rostro lo abrazó, a aquel que una vez fue joven y el sol lo tocaba distinto a este de hoy. ¿Qué lo cambió? Él decía que los hombres sencillamente se van volviendo más hombres.

    Los jacos tenían los ojos casi salidos de las órbitas del sobreesfuerzo. Las bocas secas, los dientes mordiendo las moradas lenguas. La sangre en fuego. Eran una imagen tétrica.

    Uno de los caballos, el de la derecha, negro con manchas blancas en los flancos, hizo un amago de tropiezo o de quiebro y por casi la carroza y sus ocupantes se hacen pedazos, tal la velocidad a estas alturas, los botes del paquebote fantasma que ya era la procesión en que llevaba a los suyos el hoy temido en Santamaría Larreina, Johnston y su demasiado rápida pistola y genio.

    -No hay prisa. El pueblo está a menos de una hora -balbuceó su mujer. Los párpados se le cerraban. No encontraba el aire-.

    Nuevos azotes, tensas las riendas, apretados los dientes, de caballos y hombre. Madeleine enferma y él no se había dado cuenta. Además desde hace meses. Ella disimulaba su tos, escupía sangre. La pequeña, ahora, no estaba mucho mejor, llevaban sin beber agua quién sabe cuánto. Desde el amanecer y era la tarde. Temblando la mano de la madre tocó el pecho de su hija, casi no le notaba el corazón.

    '¿A dónde vas con tanta prisa, vaquero solitario en tu pecho?'

    Lo que vio el jefe fue espantoso. De pronto los caballos ya no estaban allí. El carro seguía, oscilante y rápido. Pero los caballos se habían volatilizado. En cambio parecía que siguieran allí, todo indicaba que de alguna forma debían permanecer en su posición. Pero no se oían sus trotes, ni sus resuellos. Los palos de madera apuntando al frente fríamente sin nada en medio ni delante de ellos. El carro corría. El viento se llevó el sombrero de la cabeza de Johnston.

    Pues bien, no creía en fantasmas ni en estupideces. Así que latigó al aire donde deberían estar los caballos, la fusta caía en mitad de la nada y volvía sobre el conductor, la fusta no tocaba cuerpo.

    El vacío se extendió al lado del terrible hombre Johnston, que vio cómo su mujer y su hija no estaban sentadas en el asiento. ¿Dónde diablos...?

    No había sido bueno, no fue un hombre justo. Condenó a su mujer a ser su esclava, en la casa, en la cama, en el exterior. No se sabe si fue mentira el joven o el de ahora. Pero hasta la pegó varias veces, cuando venía borracho a casa después de una larga jornada con los bueyes y luego con los muchachos, por cualquier cosa y en cualquier momento. Y a su hija, poco cariño o nada. Sólo ante los demás, qué bien disimulaba. La niña, con once años, ya era muy bonita y él la sentía su propiedad, de una manera mórbida, de una manera vil. No quería un vaquero para ella. Era su hija. Permanecería en su casa y cuando su mujer cediese en la edad sería ella la que la sustituyese en las labores, para cuidarlo.

    Niña enfermiza como su madre, cogió muchas fiebres.

    Las noches en vela, para Madeleine, paños calientes con vinagre y Johnston roncando. No estaban en el asiento. Ni la una ni la otra. Desenroscó de nuevo su botellita de whisky y bebió hasta acabársela. No dándose cuenta de que al mirar a su familia, que era ya la nada a su lado, como los caballos, que ya no eran; sólo 'era', y allí, el material y viejo carro -también cansado, y él-, sus ruedas habían marchado en perpendicular y ya no estaban en el camino.

    Lo que vio Johnston fue feroz. Horrible. Feo. El carro avanzaba como si tuviera caballos pero sin ellos hacia el borde de un inmenso cañón, acércandose veía abrirse el espacio hueco de paredes de montañas y abajo, muy profundo, más desierto, al que caería la mísera carroza. Lo que decidió lo hizo maquinalmente. Soltó riendas y fusta y saltó del carro, rodando miserable, feamente por la llanura pedregosa, rompiéndose el cuello.

    Arriba en el cielo azulísimo dos cuervos, volando en círculos pequeños descendentes hacia Johnston.

    El carro, sus mástiles rectos, su tristeza, su fúnebre ontología, giró sobre las últimas piedrecitas y polvo del borde del barranco y siguió rodando en el aire vasto unos instantes -triste- hasta que la gravedad lo hizo descender, se veía un caer lento. Se destrozó al fondo del cañón. Pequeño. Una nada. Quietud. Arena en el viento.

    Del infinito desierto, las nubes.

    Elperiodic.com ofrece este espacio para que los columnistas puedan ejercer eficazmente su derecho a la libertad de expresión. En él se publicarán artículos, opiniones o críticas de los cuales son responsables los propios autores en tanto dirigen su propia línea editorial. Desde Elperiodic.com no podemos garantizar la veracidad de la información proporcionada por los autores y no nos hacemos responsables de las posibles consecuencias derivadas de su publicación, siendo exclusivamente responsabilidad de los propios columnistas.
    Subir