Reseña del libro «Cien historias perrunas en seis palabras», de Cinta Marí (La Pajarita Roja ediciones)
Para hablar de lo que me ha parecido el libro de la educadora canina Cinta Marí "Cien historias perrunas en seis palabras" (La Pajarita Roja ediciones, 2023), he de contar, primero, algunas cosas personales.
La lectora y el lector sabrán comprender, cuando finalice mi relato particular y luego entre en el libro de la castellonense -que, por cierto, creo que si no ha vendido todos los ejemplares de la primera edición a día de hoy, 10 días después de haberse editado, poco faltará porque en la librería Argot, aparte de la presentación inicial a la que asistí con Iratxe (mi amor por siempre y la inspiradora de mi poemario "La Bella Revolución" y tantas cosas más, al fin, quien me da la calma y sabe quién soy, y me lo recuerda en cada cosa que hace en su comunicación conmigo); después de ello, decía, Cinta María acudió a Argot a firmar libros dos veces más-. Al fin (y vuelvo a Iratxe, y en forma espejeante, a la labor de Cinta) quédate con la gente que sabe quién eres. Porque por mucho que quieras, y aquel o aquella diga lo mismo, a alguien, si esa persona no sabe quién eres, acabará dañándote, o tú a ella. El mundo está lleno de gente que habita entre cuatro paredes toda una vida, quizá, y mueren sin haberse conocido del todo, o sin haberse conocido bien, que es lo mismo. Y es grave.
—Cuando me miras me da miedo de que saques un cuchillo y me lo claves -eso me dijo un alumno en el instituto, uno que no conocía de nada, no recuerdo si era de mi clase.
Era un guasón, se ponía a perorar arengas extrañísimas, muy divertidas, elevado sobre sus pies arriba del vetusto tercer escalón del espacio del polideportivo que servía para albergar a todos los alumnos cuando salíamos a los descansos. Solitario, como siempre desde muy pequeño, yo lo miraba de lejos y pensaba: es gracioso, verdaderamente, y entendía por qué la gente lo rodeaba para escucharlo y reírse a carcajada limpia, pero había algo en él que no me gustaba, bueno, seguro no tenía razón en verlo así: en verdad no me gustaba casi nadie, o nadie, desde niño hasta la adolescencia y, casi casi, hasta hoy, los seres humanos me aburren, en general, o me desesperan, me causan algo así como alergia. Es que me aburren, sencillamente. Pero este es otro tema.
Sólo la gente inteligente —pero no con la inteligencia aceptada como tal popularmente, sino con la lateral, la creativa— y afín me procura tranquilidad, como Iratxe y algunas y algunos otros, muy pocos, muy pocas, gente extravagante y creativa, crítica, individualista y cuyos actos en general se convierten en fundacionales.
Con la distancia, he entendido que desde muy niño padecía una depresión, soterrada o no. Pero latente en toda mi circunstancia. Porque crecí en una familia enferma en la que el padre era un maltratador, de los peores que he tenido noticia, se regocijaba en mortificarnos a mi madre y a mis hermanas y hermanos y a mí, de golpe y palabra.
Entonces cuando el chico ese me dijo eso, así, a las frías, en el descanso en el instituto, yo sólo sonreí, como un tipo duro, y no dije nada. Como un actor duro de las películas. Por dentro me dolió, no mucho. Pero supe por qué decía eso ese chico, seguramente inflada la afirmación suya, por supuesto: Porque siempre me habían dicho que tenía cara seria, que si estaba amargado. "¿Qué te pasa?" Esa pregunta la he escuchado cientos de veces, hasta incluso los veintitantos años.
En mi familia yo era el loco. Aunque pronto fueron reconociendo que esa locura iba a la par de una gran inteligencia, o al menos eso decían. Lo cierto es que, con toda seguridad para paliar la ansiedad reactiva que sufría por una infancia como la que comenté, desarrollé conductas y padecimientos que a los ojos de los demás eran mera extravagancia, o sencillamente, signos de estar fatal o directamente loco, caprichos, insociabilidad de alguien perdido para el mundo.
Pasé, seguramente, por casi todos los males que puede pasar un ser arrinconado en sí mismo y sin saber que lo está ni por qué razón esto es así: en la adolescencia me autolesionaba, permanecía sin dormir noches enteras para luego acudir a estudiar medio dormido (entendía que esa era la forma en que, anestesiado por el sueño, podría soportar mejor la realidad, que no me gustó desde niño, lo de los adultos, no me llamaba la atención, lo odiaba, lo rechazaba con toda mi alma); desarrollé una anorexia que me duró dos años, combinada con bulimia, esto ya a los veintipocos años. Si le añadimos a todo esto las conductas extrañas e incomprensibles de todo punto para mi familia que yo tenía, era un cóctel muy bueno para tenerlos en jake a todos pensando: y ¿qué hacemos con este?
Con el tiempo, con los miles de lecturas que he ido teniendo a lo largo de los años (hoy tengo 52 años), me fui entendiendo. Entre tantos temas, devoraba libros de psicología, donde me hallé, en muchos de los males, y supe, fui viendo, el porqué de lo que me pasó y cómo tamizarlo y sanarlo. A día de hoy todo eso pasó, aunque sigo padeciendo -siempre queda algo, un "regalito", después de atravesar durante largo tiempo por un túnel oscuro— un toc de los buenos, que con buen sentido del humor y estrategias de choque que uno desarrolla a golpe de padecimiento (y que luego he visto son las mismas que aparecen en los libros técnicos sobre el caso), he aprendido a vivir con ello. Como soy artista, además, qué alegría (ironía), es un plus no tener la cabeza del todo en su sitio.
Cuando era niño y mi padre gritaba y golpeaba a mi madre, y todos caíamos al suelo al final, intentando repeler y detener el caos, nuestro perro Lagun ladraba sin cesar, triste, irritado o pidiendo ayuda, quién sabe. Ese pobre animal sufrió lo mismo que nosotros.
La diferencia, yo puedo contarlo por aquí, pero él no.
Como yo, como ser vivo, como individuo, muchos seres en esta tierra padecen sufrimientos por haber atravesado por episodios vitales que los han marcado.
Como digo, yo supe qué me pasaba y localicé las soluciones al problema, al menos aquello que podía hacer para paliar los derrumbes, el sangrar cíclico de las llagas...
Los animales no humanos que viven con nosotros no pueden articular nuestro idioma (aunque tienen el suyo). Así, pongamos por ejemplo un perro que habita con nosotros, y que de pronto comienza a comportarse "extrañamente", casi nunca sabemos por qué lo hace ni cómo ayudarlo. Incluso alguien que acaba de adoptar un perro y va viendo que su conducta no le gusta e incluso le da miedo, opta por devolverlo, como si de un objeto se tratase, o si es tan avispado para darse cuenta de que la conducta del perro no es porque "sea malo" sino porque obedece a algún problema de estrés, ansiedad o hábitos adquiridos o recientes por el cambio de situación, entonces se pone en marcha por el buen camino, y busca un profesional de educación canina en positivo (o sea sin golpes ni malos rollos) como Cinta Marí, la autora del libro que aquí tratamos y de la que hay que destacar su obstinación: ser educadora canina en positivo no ha sido un camino fácil para ella. Todo el mundo cree tener derecho y saber cuidar a un niño, y aún más todo el mundo cree saber cómo tener a su lado un perro y cree entenderlo. Así que para hacerse ver, mostrar a la gente la importancia de su profesión, los profesionales del conocimiento en profundidad de los perros han de realizar un largo y duro peregrinaje (no hay muchos, al menos no tan buenos como Cinta, en este país; lo que abundan más son los adiestradores -quienes realizan praxis con los perros que, por su violencia y estupidez, empeoran aún más a los animales dañados-, pero conocedores de verdad del perro, en la línea de Turid Rugaas, no hay tantos. Y los que hay, y son muy buenos como Cinta, son un tesoro para el lugar donde están.) En Castellón tenemos a Cinta, creo debemos estar muy felices de tenerla entre nosotros.
Al lector que haya llegado hasta aquí, le ofrezco el hilo que ata todo el razonamiento desplegado a lo largo del texto completo: Cuando mi padre montaba las que montaba en casa, con gritos que se escuchaban fuera del mismo edificio, como niño yo me preguntaba por qué ningún vecino venía a tocar a la puerta para ver qué pasaba, al menos; como más, alguien que interviniese, no lo hubo.
Me pregunto qué sentirán los cientos de perros y perras que, perdidos en sus laberintos mentales provocados por los vicios y maldades, ignorancias y sadismos humanos, les llega una Cinta Marí y con amor y paciencia infinita, los lleva a ver desde una noche el cielo más azul, y de ahí, a la calma. Recuperan una vida, su vida. Que no sabían que tenían, porque habitaban un embrujo.
Cinta Marí es como un hada que aguanta vivo a un niño perdido en un bosque hasta que llegan los padres, y luego se marcha rápido y en silencio, porque como grande y humilde ser, quiere que la cura se aprehenda como socráticamente, esto es: que hemos sido nosotros los que hemos hallado el camino. Tan sutil, tan potente, es su ciencia.
Culmino recomendando el libro que ahora reseño, una reseña poco habitual, pues poco he dicho del libro, al parecer. Mas el lector atento sabrá el porqué de la forma de la reseña. ¿Cuántos perros viven en casas con humanos que los consideran locos, idiotas, malos, trastornados, irrecuperables, molestos, estúpidos? Cuando el problema son siempre los humanos. Los perros son como esponjas, absorben la atmósfera de las casas y de nuestro estar en el mundo. Una casa calma da calma a perros pacíficos. Una casa en guerra pone en alerta a perros que ladran y que, estresados, desarrollan conductas enfermizas.
Lo más hermoso de "Cien historias perrunas en seis palabras" es que es un libro familiar. En él gravita patente toda la maestría de Cinta Marí en ayudar perros "locos", "tontos", "agresivos", "insociables" (el entrecomillado en un parafraseo de lo que de su boca dice la ignorancia popular), que únicamente eran perros estresados, paralizados en conductas extrañas que les restan estrés. En todas las páginas del libro el lector podrá leer historias de perros, sobre todo consejos, grandes consejos, nacidos de veinte años de experiencia en rehabilitar perros, o en ayudarlos a reencontrarse, de la profesional canina. Pero bordando y redondeando los textos, en cada página, aparecen magníficos y geniales dibujos de Andrea Olmedilla Marí, hija de Cinta y, por lo que he visto, además de ser una niña extremadamente inteligente, es enormemente creativa. Invito al lector a que lea la gran enseñanza para hacer más felices a nuestros perros que despliega en el libro Cinta Marí y, a la vez, que disfrute de las ilustraciones tan soberbias que una niña tan pequeña puede hacer al albur de los textos, van de lo más serias y tristes a lo más desternillantes. Auguro una gran marcha vital de éxitos personales y artísticos (creativos en amplio) para esta niña que ya ha nacido con mente de adulta o anciana, en el sentido de sabiduría.
Es, por eso y muchas cosas más, "Cien historias perrunas en seis palabras", de Cinta Marí, uno de los libros esenciales, además de entre todo lo que hay publicado sobre la materia, para regalar y regalarnos. Porque los perros lo merecen. Podemos a través del libro (sus consejos y ciencia) ser esa Cinta Marí que yo sin saberlo rezaba que apareciese por mi casa de pequeño y se sentase con los adultos para decirles, con toda la calma y comprensión que ella despliega: "Para que vuestro hijo al que creéis loco cambie hábitos, sois vosotros los que debéis cambiar hábitos primero".
Culmino este artículo con unos versos de Unamuno, de su poema "Elegía a la muerte de un perro", que refleja cuán dependiente es un perro en las ciudades, en las casas, entre nosotros y de nosotros. Al fin, que todos nos necesitamos a todos. Aprendamos, reciclémonos, cambiemos cada día nuestra mirada del mundo. Paseemos juntos, sin ser nadie más que nadie. Atendiendo a las necesidades los unos de los otros en el gran jardín fragante y magnífico que es la vida.
"Los dioses lloran,
los dioses lloran cuando muere el perro
que les lamió las manos,
que les miró a los ojos,
y al mirarles así les preguntaba:
¿adónde vamos?"