Pinceladas de mi pasado (3)
En las escuelas nacionales, a donde fui hasta los nueve años, los niños cantábamos canciones populares y todos los días entonábamos el Cara al Sol, siempre con la misma coreografía: el brazo derecho levantado y la mano extendida. Éramos muy obedientes. Hacíamos lo que unos y otros (todos) nos mandaban y aceptábamos con humildad los “merecidos” castigos. A cambio nos daban leche en polvo y el queso que nos mandaban los americanos, muy defensores de la democracia y muy complacientes con los dictadores de aquí y de allá cuando dictan en favor de sus intereses. Unos con carnet de muy demócratas que cuando Tejero hizo su intentona de golpe de estado y Millán sacó los tanques a las calles dijeron por boca de su embajador que “eran asuntos internos”. La enseñanza era disciplina y los maestros que conservaron sus puestos, tenían muy clara la regla que dicta: “los árboles se enderezan desde pequeños”. Otra regla: “la letra con sangre entra”, también la tenían muy presente.
La dura disciplina de la escuela tenía su continuación en las familias. Aun tengo en la mente los gemidos de dos hermanos vecinos, ya fallecidos, y sus gritos ante el ensañamiento de su padre cuando descargaba en sucesivos latigazos, cinturón en mano, todo su enfado por cualquier trastada. Yo tuve más suerte y en casa no pasé de las carreras huyendo de mi madre con la “espardenya” tirándomela y recogiéndola para volvérmela a tirar mientras yo corría desesperado sin saber a dónde esconderme.
De entre los colegios privados, tenía un gran prestigio, tanto a nivel comarcal como regional, el Salesiano. La fama le venía precisamente por la férrea disciplina que allí había. Una disciplina que se apoyaba en una vara, una campana, un cachete y un bofetón.
En ese colegio, había algunos seglares. Don Francisco, el Gabacho, que con su moto hacía turismo provincial durante los fines de semana y se relajaba conociendo los rincones en calma de nuestra Sierra de Espadán y todo el interior de nuestra abrupta provincia, cansado de tener que soportar a unos niños que le sacaban de quicio. Los salesianos tenían también en acogida a un deficiente mental que se pasaba el día trabajando en las tareas más duras e ingratas a cambio de casa y comida.
Eran tiempos difíciles para los homosexuales. La mayoría escondían sus tendencias. Lo que no quisieron o no tuvieron fuerza suficiente para reprimirse, eran motivos de burlas y algunos, como el pobre Juanete, recibían además sucesivas tandas de palizas correctivas “para enderezarle y acabar con su defecto”. También los zurdos eran obligados a adaptarse a usar su mano derecha a base de rectificarles con una vara su tendencia natural a utilizar la mano que no debían.
Mi suerte fue haber nacido en el seno de una familia de agricultores, con casa en propiedad y un patrimonio de 18 hanegadas. Nunca pasé hambre en la posguerra, aunque la comida habitual eran los pucheros y los guisos elaborados con lo que mi padre y mi abuelo cultivaban entre naranjos. El gasto familiar era escaso, ya que se compraba lo justo: aceite, sal, leche, arroz, pasta y poco más. Por supuesto la leche la repartía el lechero que aumentaba la producción según el nivel de demanda: Más clientes, un poquito más de agua. Aun así, bautizada (decían), al hervirla, -algo obligado- producía una capa de nata en la superficie por la que nos peleábamos los hermanos.
Mis recuerdos más lejanos se pierden allá por los 5-6 años, edad en la que mi madre me mandaba a la tienda a por aceite que se distribuía, a granel, racionado a botella por persona.
Los naranjos se cuidaban porque eran la fuente principal de ingresos de la familia. Cuando un árbol entraba en decadencia se le hacía un círculo alrededor, se le quitaba con un escarpe la corteza seca y se apuntalaba la parte sana con alambres. Trabajo de negros muy negros, si Uds. me permiten una expresión tan poco apropiada.
La Iglesia era la iglesia de El Salvador. De allí me expulsó Mosén Ochando con siete años por entrar a oír misa en manga corta. De allí salían los cortejos fúnebres de los que morían, con mucho sufrimiento, sin poder recibir inexistentes cuidados paliativos. De allí salía el cura que, tocando la campaña, se dirigía a casa de los moribundos anunciando a todos un fatal desenlace.
La Iglesia también organizaba los bautizos que debían hacer muy rápido: en días o muy pocas semanas tras el alumbramiento para lograr que el nuevo ser fuera directo al cielo, sin perderse por un extraño lugar llamado limbo. El padrino era un complemento necesario para el recién nacido. Era el encargado de tirar caramelos mezclados con algunas monedas: “xavos i gallets” que los invitados recogían con desmesurado interés. El padrino debía también cuidar del niño cuando creciera para tratar de darle una vida digna. La fiesta del bautizo y la de la primera comunión se celebraban en casa y el banquete era chocolate para mojar pastas y bollería (braços de gitano, coca de la reina i rollets d´aiguardent) que las mujeres de la familia habían elaborado afanosamente en los días anteriores a la celebración. Curioso era el grito de los asistentes a un bautizo: “Padrí pollos. Ni un ni dos. Si no tires confitura es morirá la criatura”. Una exclamación dura donde las haya. Nadie se detenía a pensar lo que decíamos.
Todo era lúgubre. Para incrementar el dolor, en los entierros se contrataba a “les ploradores”, mujeres de lágrima fácil a las que se pagaba para animar el acto. Su jornada laboral en negro (negros vestidos, negro sueldo) terminaba cuando llegaba un carro sepulcral tirado por caballos que emulaban una tétrica caravana negra del más tétrico y negro oeste Americano. El nivel del finado lo marcaba el número de caballos que lo arrastraban.
Los domingos la diversión era el cine. Teníamos para elegir: Oberón, el Principal, y el Requena. Luego vino el Viciana. Los niños veíamos las películas desde el “galliner”. Era más barato y no entendíamos como algunos iban al patio de butacas pagando el triple por ver lo mismo. Una vez, a un amigo listo que “sabía cómo entrar gratis en el Principal”, le pagamos la entrada y nos abrió por la puerta trasera. Nos pillaron y la cosa termino mal.