La cabina, el pasillo y la vacuna
En medio de una plaza unos operarios ponen una cabina telefónica, al mismo tiempo un hombre y su hijo pasan por ahí para coger el autobús escolar; tras esto el hombre entra en la cabina para realizar una llamada, pero el teléfono no funciona y la puerta no se abre. Así comienza “La Cabina” una de las películas más desconcertantes que he visto en mi vida, donde poco a poco se genera un clima asfixiante y desesperanzador que consigue remover las entrañas de los telespectadores. Esta situación es contemplada por curiosos que se van congregando alrededor de la cabina, unos intentan ayudarle, otros simplemente observan, el hombre se va desesperando cada vez más hasta que los mismos operarios que pusieron la cabina aparecen para llevársela con él dentro…
Hoy en día, muchos años después, me encuentro trabajando como enfermero en una planta de hospitalización del hospital de San Juan de Alicante, recientemente reconvertida para atender la avalancha de pacientes con Covid-19, y no puedo dejar de pensar en ese hombre dentro de la cabina. Rememoro ese clima asfixiante que generó en mí esta película, solo que la cabina se ha convertido en un pasillo que a veces es más largo y a veces más corto, dependiendo del estado de los pacientes, sus emociones, sus signos vitales o de si por fin salen de aquí o por el contrario…
A diferencia del protagonista de la película no estoy solo: enfermeras, auxiliares, médicos, celadores y personal de limpieza nos encontramos por el pasillo, eso sí, parapetados con calzas, buzos, batas, mascarillas, gafas y pantallas faciales, nos aislamos del virus, pero también de la esencia social del ser humano.
A través del silencio del pasillo nos asomamos en cada puerta a diferentes vivencias, historias humanas de victorias y derrotas que se entremezclan con la medicación, la higiene o la limpieza de las habitaciones. Seres humanos privados de sus familiares y amigos encuentran en el personal sanitario el consuelo de la palabra y la escucha en tan largo encierro. Muchos nos piden perdón por “enrollarse a hablar”, no son conscientes de que quizá sus palabras son para nosotros un bálsamo que mitiga en parte el miedo que tenemos a contagiarnos, o peor, a ser los transmisores del virus para nuestros familiares, amigos...
Pero el pasillo se alarga fuera del trabajo, prolongando la angustia, la desazón va creciendo cada vez que unos vecinos insolidarios dejan notas en el zaguán de la comunidad rechazando a sus vecinos sanitarios, cuando se realizan fiestas clandestinas, cuando alguien no se pone la mascarilla...
Nos vuelven a desmoralizar, nos vuelven a fallar los de siempre, la España pícara de Lázaro de Tormes siempre presente, esta vez encarnada en ediles insolidarios, pastores que no huelen a oveja o sanitarios en excedencia, que pierden su dignidad en un sálvese quien pueda vacunal.
Se vacuna a los sanitarios de primera línea de los hospitales públicos, a los administrativos, al personal de limpieza, mantenimiento y cocina, pero no a los sanitarios de primera línea de la privada y mucho menos al resto del personal. Se vacuna a estudiantes de cuarto de Enfermería si tienen la suerte de hacer sus prácticas en hospitales públicos, pero si están en la privada al parecer su inmunidad es superior. Se nos dice que hay un plan, pero la realidad nos demuestra que ni hay plan ni se le espera.
Nos asomamos por este largo pasillo de la vida, a historias de victorias y fracasos, alegrías y tristezas de personas que esperan a otras que ya no volverán.
Estos días, donde se nos han ido tantos de nuestros mayores, quiero recordar a la abuela Ángeles, brava madre de siete hijos a los que crió junto a un río en Hellín (Albacete) con el temor a que se cayeran y se ahogaran. Recuerdo de esta pequeña y gran mujer, unas palabras que me dijo y se quedaron grabadas en mi memoria: “el trabajo en el campo, es áspero, duro pero engancha”
Hoy desde el pasillo que es mi vida, me doy cuenta que la Enfermería es áspera, dura, pero engancha...