No se meta en política
“Descrédito parlamentario”. Así definía Vázquez Montalbán, poco antes de las primeras elecciones de la Transición, un fenómeno que le preocupaba y que tenía que ver con que gran parte de la población no veía la política parlamentaria como un medio para mejorar sus condiciones de vida. Unas cuantas décadas después y tras quince procesos electorales a la Cámara Baja, no será difícil concluir una conversación incómoda en el trabajo o en el bar afirmando que “todos los políticos son iguales” o que, al final, “votar no sirve para nada”. Estos son solo algunos de los mantras que escuchamos casi a diario y que preocupan (o deberían) a quienes aspiramos a construir una sociedad más igualitaria a través de la militancia política.
Sin duda, una democracia sana necesita una ciudadanía crítica con sus representantes públicos. Sin embargo, el grado de desafección política que impregna la actualidad permite y refuerza la aceptación del statu quo de quienes han detentado el poder históricamente en nuestro país, ya que motiva la desconfianza hacia cualquier alternativa parlamentaria y aleja a gran parte de la sociedad de sus principales espacios de participación. En este punto, debemos preguntarnos cómo han contribuido a tales niveles de desafección quienes tanto se han beneficiado de ella.
La financiación ilegal de los partidos no se incorpora en el Código Penal hasta 2015. Para entonces, el bipartidismo había hecho lo posible por mermar los mecanismos de control de la gestión pública y debilitar nuestras instituciones con el fin de mantener su red de intereses privados. Si bien es difícil comprender el alcance del pillaje al que han sido sometidas nuestras arcas públicas, la Universidad de Las Palmas fijó el coste social de la corrupción en 40.000 millones de euros anuales. Más allá de la cuantía económica, debemos entender el coste moral que la corrupción sistémica tiene para nuestra democracia: nuestros órganos políticos, lejos de representar un sostén para el Estado del bienestar y los intereses de las clases populares, se convierten en patrimonio de unos pocos, lo que, inevitablemente, acentúa esta desafección que tanto nos preocupa.
Algunos de los protagonistas de los casos que hemos comentado cumplen ahora su condena en la cárcel. Sin embargo, no son pocas las ocasiones en que, como se dice popularmente, “se han ido de rositas” gracias a sus vínculos con algunos magistrados (cuando no a su regia inviolabilidad). Las injerencias políticas del Tribunal Constitucional, las raíces franquistas de gran parte de nuestra judicatura o los recientes procesos de lawfare contra líderes políticos progresistas revelan la corrupción de nuestro poder judicial, lo que resulta especialmente grave teniendo en cuenta su valor como uno de los principales mecanismos de control democrático que garantizan la legitimidad de nuestras instituciones.
Toda esta trama de intereses y juego sucio necesita de un consenso social para perpetuarse. Es entonces cuando el poder político, económico y judicial se sirven de sus relaciones con los magnates de la comunicación para justificar su conducta antidemocrática. La concentración de la propiedad de los mass media en manos de empresas del Ibex 35, la publicación de fake news para atacar a figuras políticas o la espectacularización del debate público hacen que la afectada salud de nuestra democracia se resienta de nuevo. El “cuarto poder”, una de las principales herramientas para la fiscalización de la gestión pública y el control de la agenda política, deviene en otro bien arrebatado a la ciudadanía.
Es así como la corrupción y las dinámicas del poder político, económico, judicial y mediático merman la calidad de nuestra democracia hasta niveles poco usuales para un país con nuestros recursos. Ante tal fallo del sistema, el escepticismo frente a las instituciones se convierte en un caldo de cultivo excelente para la desafección y el rechazo a todo aquello que tenga que ver con la política. Por otra parte, este escepticismo permite ganar posiciones a un discurso que sataniza cualquier intervención del estado en la economía y promueve la desregulación y la exaltación de un individualismo feroz, lo que, como comentábamos al principio, redunda en beneficio de las élites corruptas.
¿Qué hacer en un momento en que la desafección política está tan presente el debate público? Defendamos nuestros logros en la conquista de derechos democráticos y sociales. Reivindiquemos medidas como el impuesto a las grandes fortunas, la Ley Solo sí es sí, la subida del salario mínimo, el escudo social durante la pandemia, el Ingreso Mínimo Vital, el acuerdo para la reforma laboral, el gravamen para los beneficios de las compañías energéticas y entidades bancarias, la Ley Rider, la Ley de Eutanasia o la Ley Trans. Medidas que, en definitiva, mejoran la vida de la gente.
Desde esta perspectiva, podemos entender la participación política como un medio para la transformación social que genera muchas incomodidades a los poderosos. Y es que, como decía Montalván, a quien citamos al inicio de nuestro artículo, “en el fondo de estas actitudes (de descrédito parlamentario) subyace la influencia ideológica del totalitarismo”. Tal vez se pueda entender así la frase del mayor enemigo de la democracia que conoce nuestra historia reciente: “haga usted como yo, que no me meto en política”.