24 horas viviendo el coronavirus en una residencia de ancianos
Es cierto que a los mayores les falta el calor de sus familias y de los suyos, pero no están solos. Tienen el especial cariño de los trabajadores del centro
Faltan pocos minutos para las diez de la mañana del primer sábado de esta extraña primavera. Hay pocos coches atravesando las vías del tranvía que cruzan el asfalto, un par de personas haciendo la colada en una lavandería autoservicio de la misma calle, la perenne churrería de la esquina con las persianas bajadas a cal y canto, y yo a punto de pasar la tarjeta por la maquina que abre la puerta de la residencia. Una voz suave y robotizada me recuerda en español y en inglés que debo cerrarla. Me aseguro con un tirón a los barrotes que sea así. Después, en el espacio que hay entre una y otra reja, saco de un pequeño monedero oscuro la llave de la verja. Tras dejarla atrás, vuelvo a cerciorarme de que no se destapará.
Las mesas y las sillas del patio principal denotan que algo ocurre. Hoy no tendrán el alma que deberían ni los cuchicheos entre los familiares acompañarán al jardín. Desde hace un par de semanas, el centro tomó la decisión de restringir las visitas a los residentes para extremar las medidas de salud y evitar el contagio. La rara calma se acaba nada más entrar en el edificio, donde este te recibe con un microclima particular en el que rápidamente te quieres quedar en manga corta.
Las auxiliares del turno de mañana ya llevan un buen rato para arriba y para abajo realizando su trabajo. Han despertado, levantando de la cama, ayudado a ir al baño, adecentado, vestido y llevado a desayunar al comedor a los que no se pueden valer por sí mismo. Entretanto, enciendo la luz de la entrada y de la sala de espera, ficho la hora en la que empiezo, abro la recepción, pongo en marcha el ordenador, la centralita y apago las luces que se quedan despiertas por la noche, y busco a quién tiene el teléfono inalámbrico y que ha estado atendiendo a las llamadas antes de mi llegada. Voy a la cocina para avisar que he llegado y por si necesitan algo. Todavía quedan algunos en el comedor entre el café cortado, el chocolate instantáneo y las tostadas. La enfermera está dando las últimas pastillas.
En el camino a mi puesto, un par de residentes me preguntan qué película toca. Los fines de semanas tienen cine. En esta ocasión es una de Hitchcock, El hombre que sabía demasiado. Como cada vez, una residente que tiene una feroz fidelidad con ver el largometraje me pide que sea “bonita”. Le digo que sí. Siempre se acaba durmiendo. Por los pasillos hay carteles que muestran cómo se deben lavar las manos.
Me ubico en la “garita”, esperando a que los familiares llamen. En el mostrador, dos botes grandes de higienizante para las manos y un par de cajas de guantes de diferentes tallas. Mientras tanto, busco en Google los artículos que he ido guardando durante la semana para leer cuando tenga un respiro y también saco de la mochila un libro que ya he empezado cuatro veces. Demasiado pretencioso me parece. Las llamadas se van sucediendo. Los familiares quieren saber cómo se encuentran los suyos. Algunos pueden hablar directamente con ellos. Otros tienen que saber cómo están sus allegados por la enfermera. El teléfono arde. Es normal. Es la única vía de comunicación que hay entre el exterior y el interior. Y muchos de ellos solían ir cada día, cada tarde y cada momento que podían a la residencia.
Es la hora del almuerzo y una de las auxiliares, ayudada por un carro, reparte agua, zumos de naranja, manzana, uva o melocotón. Algunos residentes no improvisan y toman el de siempre, otros preguntan de cuáles hay y se lanzan a la aventura. También tienen un bocadillo para no solo beber. El de hoy es de queso.
Uno de los residentes más jóvenes viste la camiseta del Valencia. Sería día de partido, pero no lo es. Le digo que no hay competición doméstica. No se lo toma a malas. Otro, aunque sabe que tiene que cuidarse un poco más, hace picarescas para conseguir unas barritas de chocolate de la maquina. Las primeras son las que más le agradan. Viene a recepción una mujer que siempre va en punta en blanco. Pienso que le sacará brillo hasta la suela de los zapatos. Me pide que le marque el número de su hija en el móvil. Quiere ponerse en contacto con ella. Lo hago y me regala una sonrisa.
La que me pide películas bonitas se ha colocado cerca de recepción. Ahí tiene mejor cobertura. Ella no necesita ayuda y se apaña bien con el Iphone que tiene. Le pide a Siri que llame a su hija. La asistente inteligente está un poco rebelde y no lo hace a la primera. Las auxiliares están empezando a meter a las doce y media a los mayores del primer turno al comedor. Ya eligieron el menú ayer. Las cocineras cocinan con afecto dos cartas distintas cada día con su primero, segundo y postres caseros. Además tienen en cuenta de las restricciones que pueden tener algunos residentes.
En esos instantes, apareció la Unidad Militar de Emergencias (UME). Vino a desinfectar los exteriores de la residencia. Dos hombres enfundados en monos blancos, con mascarillas y guantes, y otro de azul con un chaleco amarillo reflectante, fumigaron por doquier para apuntalar la limpieza del centro. Asimismo, la residencia se puso en contacto con la Conselleria de Sanitat, debido a que algunos mayores sufrían fiebre. El estamento público hizo la prueba ese sábado y los cinco dieron negativo.
Tras el primer y el segundo turno del comedor y acostar la siesta a aquellos residentes que la necesitan, se hace el cambio de turno. Por la tarde, hay otro grupo de auxiliares, que se encarga de despertar a los que hacen esa cabezadita a mitad de día. También les dan la merienda: cafés, zumos, valencianas o galletas.
Les pongo la película en el taller. No están tan cerca como de costumbre. Hay que guardar una separación entre ellos. Las llamadas se van intensificando. Algunos reciben varias de diferentes personas. Otros se entretienen charlando o jugando al dominó. Les va la vida en ello y no se perdonan haber escogido la ficha equivocada. Sin embargo, la vida más o menos normal que llevan, es, en gran parte, culpa del personal de limpieza que se esfuerza en que todo esté impoluto y puedan campar a sus anchas por todo el recinto.
Se va haciendo de noche y enciendo las luces. Una residente me recuerda con asiduidad lo de iluminar el centro. La enfermera sigue haciendo las curas a los mayores que la precisan. A las seis y media, el primer turno de cena. Y a las ocho menos cuarto es el segundo.
Es cierto que a los residentes les falta el calor de sus familias y de los suyos, pero no están solos. Tienen el especial cariño de los auxiliares, que son los que más los tratan y carantoñas les hacen, y demás trabajadores. Todo ello en la semana grande la ciudad, en la que la residencia había preparado con esmero un plan de actividades falleras, que, como es obvio, se ha aplazado hasta nueva orden: salida a la mascletà, globotà, churros con chocolate, la falla hecha por los mismos mayores y la cremà, entre otras iniciativas.
Son las ochos y mi jornada ha acabado. Apago todo, ficho mi hora de salida y cierro el telón por mi parte. La plantilla del centro hace un inciso en su jornada laboral y sale a recibir el aplauso que se merece en la isleta que hay enfrente de la residencia para fortalecer el ánimo. Todavía les quedan un par de horas y después llegarán las trabajadoras de la noche. Ha sido un día largo y duro. Toca que descansen. La lucha seguirá mañana.